Mi tarrito de miel
Soy un idiota, por intentar olvidarte Ena. Tenía que irme de Barcelona o mis cuatro paredes me hubieran engullido durante todo el frío invierno. Sí…. Durante todo el frío invierno…
Lo reconozco, he sido un cobarde. He huido. Pero es que ya nos pasó una vez y dolió mucho. Y lo cierto es que no paro de pensar en ti. No ha pasado un solo día… 7 000 Km de distancia no son suficientes para hacer olvidar.
Y qué dura es la incomunicación cuando estás tan lejos. De repente te asaltan preguntas del tipo: ¿Cómo estará? ¿Qué tal le irá el trabajo? ¿No le pasará nada malo? ¿Se acordará de mí? ¿Todavía me quiere…?
Sí. Realmente soy un idiota. Y a ratos un cobarde. Casi estaba pensando en llegar a Barcelona y pedirle a Ena que se casase conmigo. Es que realmente la quiero. La quiero de verdad. Me estimula amor, ternura, cariño, pasión… ¿Y qué hay que hacer con todo eso? ¿Meterlo en una cajita y hasta la próxima? Tal vez pasen años, décadas… O no. Tal vez semanas. O tal vez días… Quién sabe. Lo inteligente sería encontrar la forma de desarrollar todo lo que Ena despierta en mí y, además, con ella. Pero mucho me temo que ya tengo substituto…
A veces pienso que me hubiera gustado tener un hijo con ella. Soy un cobarde, insisto. Me siento un maldito cobarde. Porque me hubiera gustado tenerlo y no luché por ello. Y esa es nuestra frustración. Ella me culpa a mí por no haber sabido llevar las riendas de nuestro aborto. Sí, un aborto. Yo nunca le dije que lo quería. Dejé que ella decidiera. Tenía miedo de perderla. Estaba muy muy tensa. Y no me supe anteponer a la situación. No era un momento fácil. Realmente no era el momento de tener un hijo. Pero… ¿cómo saber cuándo es el momento? Realmente nunca estaremos del todo preparados. Y siempre podremos dejarlo para mañana. Tenemos veintisiete años cada uno y nuestros padres nos tuvieron a los veintitrés. Nuestra generación tiene intención de criar hijos a partir de los treinta. Y la pregunta sería: ¿por qué? ¿Es que acaso nuestros padres no vivieron su juventud criándonos y proyectando su propia carrera personal? ¿Es que tenemos que llevar a cabo nuestra vida con unos parámetros puramente matemáticos cuando realmente somos totalmente irracionales y emocionales? ¿Y por qué pensamos que tener hijos a los treinta nos llevará a ser mejores padres, mejores jóvenes y mejores abuelos si realmente no tenemos una referencia generacional clara y, además, treinta no es más que un número que no refleja ni madurez, ni sabiduría, ni juventud, ni nada que justifique dejar de hacer algo, si se siente? La respuesta está en el miedo. Miedo a dar un paso. Miedo a tener que renunciar a ciertos privilegios a cambio de otros. Miedo a sacrificar. Y por eso Ena y yo sacrificamos lo nuestro. Por miedo. A esclavizarnos, a caer en el vacío sin fin, a perder el control, de nuestras vidas y de nuestra juventud, sobre todo. Miedo a morir temprano… y por miedo a morir temprano, morimos antes.
La verdad es que a día de hoy aún me gustaría darle ese regalo. Hacerla feliz. Darle lo que quería. Hacerla madre al fin. Pero por ella. No por mí.
Y es que echo en falta descolgar el teléfono y escuchar esa vocecita de niña pequeña diciéndome que me echa de menos, que me quiere… que soy un terrorista sicológico… que por qué soy tan feo… me encanta oírla diciéndomelo. Porque realmente piensa lo contrario. Ella es así. Dice lo contrario de lo que piensa. Y los problemas que me ha traído esta mecánica. Es su forma de ser. Ser difícil. Ser bello. Porque lo difícil es bello. Es síntoma de inteligencia. Belleza inteligente. Ena es un tarrito de miel bien tratada y reposada no apto para cualquier hocico. Hay que entender su aroma. Su melosía. Su dulzor. Su tacto… y cómo no, engancha. Sobre todo al que sabe. Al que saborea. Al que disfruta con ella. Al que la trata.
Quiero volver solo para verte esa carita blanca decorada por tu lánguido flequillo rubio y por la comisura de tus labios cerrados, porque estás enfadada. Y cuando te enfadas cierras los labios, y miras de reojo. Hasta que te pido un beso. Y entonces te enfadas más todavía. Y yo me río. Me río porque te quiero. Y porque sé que tú también sientes lo mismo pero enfadada. Dime, entonces, si realmente soy un idiota. Quiero oirlo… dímelo. «¡Eres un idiota!» Y yo me reiré y te abrazaré forzosamente porque simulas no quererme. Porque no puedes disimular que me quieres. Igual que yo.
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