Este es el blog de la novela "WHY DO YOU BOMB, BABY?" escrita desde los suburbios del Raval barcelonés, donde se narran historias de amor, desamor, casi-amor con un estilo fresco, ágil, cinematográfico. Un Universo trepidante que dibuja el movimiento Cool del Brooklyn neoyorkino, cruza por el Fashionerismo-Hippy barcelonés hasta llegar a las entrañas de la explotación hotelera en Egipto y todos los submundos que le rodean: Religión, Mafia y finalmente Vida.

sábado, 14 de agosto de 2010

CREACIÓN

Empezé a escribir "Why do you Bomb, Baby?" el día que tomaba el vuelo IB 6974 con destino El Cairo, aquel noviembre de 2005. Sí, ahí estaba, en la antigua terminal A, sentado en una de esas butacas de la sala de espera, cuando de repente me abordó el primero de los capítulos: "Psicosis". El primero en existir. El primer paso.Y fue sin querer...

Es en ese encuentro, entre la realidad y la magia donde radica la fuerza de esta novela. Esa delgada línea que nunca se sabe donde está realmente. Y eso es lo que sucede en "Why do you Bomb, Baby?". Realidad y magia son un mismo universo.

Una historia de mafiosos árabes, un desamor en el Brooklyn neoyorkino, un amor imposible en el corazón de Egipto, venganzas mafiosas, junto con nuestro Todopoderoso y Omni-Potente THE NICOSEX POWER forjaron el esqueleto de historias que componen "Why do you Bomb, Baby?"

Sí, el ritmo. Muy importante. Tenía que ser un ritmo ágil, rápido. Leerte las primeras 50 o 60 páginas en la primera tirada. Dejar esa sensación de que se estaba leyendo algo que merecía continuar.

Quise escribir algo que hubiera querido encontrarme en las estanterías y que jamás lo encontré. Algo que anhelaba. Algo que solo había visto una vez y se llamaba "13,99€", F. Beigbeder. Fue ese libro el que me enamoró de la escritura. Igual que "Pulp Fiction" me enamoró del cine. Pero no del cine, exáctamente. Tampoco de la escritura. Sino del estilo. De la forma. De aquello TAN GENIAL!!!


También podría ser Música, "Akimbo" de Simon Bartholomew. Exquisito.
Podría ser cualquier cosa en realidad. Es como un golpe. Fuerte. Te dices, me encanta... y quiero hacer algo parecido. No tiene más explicación.

Visualizar... Un ejercicio inconsciente. Imágenes, imágenes, más imágenes y más... sin parar. Piensas en algo, y ya te lo estás imaginando. Con un color, una textura, un tipo de encuadre, con el atrezzo, con el tipo de iluminación, la banda sonora. Es un vuelo...


Entonces me toca traducir eso que estoy viendo en imágenes, a palabras. Generando la misma sensación que me genera a mí. Escribir con los ojos del lector. Haciendo una doble traducción instantanea: Imagen-Palabra-Imagen. Ese es el ejercicio.

Y entonces llegué a Barcelona:

Hasta la polla de Egipto y sus putos camellos, con una mujer que me había dejado, y yo, que no lo quería ni ver.


En un piso cochombroso del Raval. Con un montón de capítulos que me había dado aquel viaje y dije, porqué no escribir algo. Tenía todo el invierno por delante. Y me puse a re-escribir...

Hasta que me llamaron para trabajar. Otra vez! y así, durante tres inviernos hasta tener el texto a punto. Como el caramelo. Sinó, para qué?

En todo aquel tiempo, pasaron varias mujeres, tantas otras películas, centenares de capítulos de borrachera nocturna, un montón de historias más que hubieran valido la pena escribir para este, o para otro, libro.

Pero yo ya tenía la mía. Y tenía que acabarla. Era ahora o nunca!!

Y bien, me he arruinado... pero ahí está.

Espero que os guste.

Nicos Beatty

CAPITULO 01

Why do you bomb, baby?

Inicio esta aventura sentado en el asiento 14A del avión A–320 en el vuelo IB 6974 de Barcelona con destino El Cairo (303,57 €) operado por Iberia los mar­tes de cada semana a las 20:25 h. Sí, me voy a Egipto, el 8 de noviembre de 2005. Casi se podría decir que huyo a Egipto. Huyo a otra tierra. A la tierra de los faraones. Sí, realmente huyo.

Necesito abandonar este cancerígeno raval «Made in Barcelona» sumido en su constante degradación especu­lativa y ciego de la realidad verdadera, que me envuelve desde hace casi cuatro años. A veces echo de menos los viejos tiempos. Echo de menos aquellos «Bar Pepe» o «Bar Manolo» en los que al entrar te anegaba una hu­mareda de Ducados negro, con la emoción local puesta en las intensas partidas de cartas o de dominó mientras en la calle se oía a una puta de cuarenta y tantos años chillándole a un yonki, y en ese impás, aprovechaba el camarero, Pepe, Manolo o incluso Mohammed, según el bar, para decirles, con voz carajillera y tono de reproche, a esos puretas recién salidos de la cárcel, que llevaban de­masiado tiempo sin consumir, que como mínimo tenían que tomarse un quinto y que el cortado ya no estaba de oferta. Aquello era el Barrio Chino.

A día de hoy, el Raval mantiene los mismos bares pero con lámparas de colores, alfombras de anticuario barato y sofás recogidos de la calle. En lugar de carajillos de ron a veinte duros sirven caipirinhas a ocho euros. Y ya no se ven abuelos tatuados con su clásico «Amor de Madre», sino pandillas de «erasmus» infectados de acné y lo que sería un sucedáneo de «hippie–fashion–ravale­ros–artistoides». Ya no se juega a cartas, ni al dominó. Se juega a ser cultural, mestizo, social, moderno, inter­nacional... Una cosa sí que hemos ganado, ha proliferado el flujo de mujeres bonitas, de preciosidades exquisitas, de frágiles jovencitas dispuestas a cabalgar encima de un apuesto ravalero al finalizar la noche a cambio de un sus­tancial éxtasis orgásmico, bañado por un par de mojitos suculentos y medio gramo de cocaína, calidad media, tal vez barata. Y, además, hay una marcha nocturna que no tiene nada que envidiar a muchas capitales de Europa, es decir, todo lo contrario, damos ejemplo de cómo debe ser empleada la nocturnidad cosmopolita, si no vengan, vean y comparen. Seguramente más de un madrileño no debe estar de acuerdo con esto. Natural. Aunque eso no quita que de vez en cuando uno tenga ciertos brotes de nostalgia. Nostalgia ravalera.


En Barcelona, el Barrio Chino se convirtió en el Raval, toda una suculenta acción de márketing inmobi­liario, y echaron a todas esas familias andaluzas de sus viejos y ruinosos pisos para construir la tan famosa y alabada Rambla del Raval de Barcelona. Aquí se ubican mis aposentos a día de hoy, en la Rambla de «Ravalis­tán». Rodeado de miles de pakistaníes, de sus locuto­rios, shawarmas, peluquerías, tiendas de telefonía mó­vil… Estudiantes del norte de Europa y algún que otro resquicio del antiguo Barrio Chino. Eso sí, andaluces, moros, putas y yonkis siguen sin faltar dándole ese to­que variopinto y semiamargo dentro de tanta corrien­te fashionera. Y aquí vivo desde hace casi 22 años. Qué suerte, me dicen los más ignorantes. La arenilla que me encuentro cada mañana en la pica de la cocina es causa de la putrefacta viga que decora mi techo con sus tonos marrones, negros, gris y verde moho. Qué suerte, pien­so. El suelo es de una baldosa roja, vieja, muy vieja, y condimentada con ciertos pegotes de cemento que cu­bren algunas partes de este suelo, fruto seguramente de alguna obra anterior en otra viga, como si del mural de un niño de seis años se tratara. Casi se podría entender como una obra de arte en potencia en la que se mezclan pintura expresionista con escultura naïf, lástima que no consigan hacerme olvidar que vivo entre vigas podridas. Menuda suerte… Y es que el raval estuvo durante más de un siglo olvidado de la mano de Dios y justo ahora les ha dado por intentar renovar todo un enjambre de pi­sos cochambrosos y erosionados por más de doscientos años de antigüedad. Pisos que hace cuatro años valían nueve mil euros ahora valen cerca de los doscientos mil. Cada vez que alguien me recuerda mi suerte al vivir aquí lo colgaría de los cojones desde la grúa de construcción-especulación más alta del Raval para que todo el mundo viera el desmembramiento que nos están haciendo. Le invitaría a vivir en una, nuestra, burbuja inmobiliaria por el resto de sus días. El piso, a día de hoy, se me hace frío. Tiene los muebles puestos y nada más. Me lo han prestado hasta abril a cambio de ochocientos euros y una dosis de confianza. Luego Alá nos dirá… Es lo que tiene vivir en Ravalistán.

CAPITULO 02


Causa de mi huida


Una onda expansiva que amenazaba con provo­car demasiados daños colaterales fruto maldito de una Bomba Atómica cuyo nombre de pila es «Ena».

Cronología Básica
Lunes, 30 de octubre: Ena me deja de forma defini­tiva.
Miércoles, 2 de noviembre: Ena me confiesa que se ha acostado con otro tipo.
Sábado, 5 de noviembre: Ena me pide entre lágrimas que no la llame más.

Efectos Inmediatos
Ena no puede soportar ver mi propia autodestruc­ción… no le deja vivir… y necesita seguir adelante. Al colgar el móvil una marea de impotencia, soledad y bru­talidad despiadada rompe las paredes de mi corazón a modo de taquicardia implacable. Mi tráquea se colap­sa. El oxígeno no me llega bien al cerebro. Mi mente se nubla. No puedo respirar… lo intento pero no puedo… caigo al vacío. Solo… caigo solo...
Ena Merlos Rueda había apretado el botón Rojo y mi corazón, mi alma, mi espíritu seductor y mi alegría se partían en millones de micro partículas imposibles de recomponer, cual Nagasaki e Hiroshima juntas el 9 de agosto de 1945 en la Segunda Guerra Mundial. Mi resa­ca de coca barata, Brugal cola y Café Royal hacen que su adiós telefónico sea una explosión sorda en la que todo lo ves a cámara lenta y casi ni oyes.


Los colores se vuelven blancos gradualmente hasta fundirse en un blanco total, mientras las futuras víctimas atómicas huyen despavori­das de la eclosión convirtiéndose en dibujos manga, sin trazo alguno, a medida que avanzan en su huída inútil… Todos mueren… y el oscuro y cenizo vacío reina la au­sencia de vida ante un macabro silencio. Ena cuelga. Ena me ha dicho hasta nunca… Mi corazón deja de latir… Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii…

CAPITULO 03

 
Miss P


Esa misma tarde salí a la calle, solo, errante, en busca de argumentos para rebatir las teorías de Ena. Me que­ría lejos porque sufría por mí. No me podía ver, oír, sen­tir… en ese estado tan lamentable. Porque es un alma sensible y dulce que le duele hacer daño. Ena buscaba su propia tranquilidad que, evidentemente, yo no había sabido darle. Y lo que era peor, me había puesto substi­tuto. Algún intruso, hijo de puta sin duda, había osado meterse en mi terreno. Y ese pensamiento atropellaba mi sensibilidad, mi orgullo, mi dominio, mi tesoro, mi dulce mundo de papel maché. Hubiera querido matar… pero no tenía fuerzas ni para levantar la cabeza. Estaba hundido. Casi muerto.
Llamé a Didac, un buen amigo que vive en Ibiza des­pués de que un día decidiera abandonar su vida monóto­na aquí en Barcelona para dejarse en manos de una vida sana en la isla que más mezcla el paraíso de sus playas con la sobredosis de sus discotecas. Todo un reto. Pero lo consiguió. Ahora vive tranquilamente en una casita ibicenca en el pueblo de San Carlos. El pueblo más tran­quilo de la isla. En la conversación le comenté que no pensaba llamar a ninguna de mis ex novias, ex amantes, ex rollos, ex céteras… como siempre, Didac se reía…
Al día siguiente por la mañana, Domingo a las 11:27, me sorprendió un sms de Miss P que decía, ano­che estuve en el restaurante El Foro y me acordé mucho de ti. Tengo ganas de verte. Un besito.
Después de un plan cultural matutino que consis­tió en una exposición de pintura expresionista moderna en el MacBa con mi gran amigo Emanuelle y una paella en la playa de la Vila olímpica al medio día (nota: aquí desarrollamos la lúcida teoría del proceso de selección natural americano a base de atiborrar de grasa los gló­bulos de sangre de su población obesa gracias al imperio Mc Donalds y el profundo colesterol de sus hambur­guesas. McDonalds como regulador demográfico sub­vencionado por daddy Bush y su pentágono. Perdón por el inciso, prosigamos). Miss P accedió a un encuentro domingo tarde que, tras cuatro mojitos no muy cargados y una cachimba de shisha no demasiado buena, acababa en la cama de su nuevo piso. Colchón doble de látex y grandes cojines negros con un matiz azul marino a juego con la alfombra de su habitación que, a excepción de esa noche, siempre compartía con su novio. Casi seguro el tío más cornudo de toda Barcelona.
Después de aquella enculada nocturna no me para­ron de bombardear pensamientos y recuerdos de Ena. Y quién coño me mandaría haberme colado en la cama de un angelito pecador… ¡Dios Santo! Intenté hacer tiempo en el Starbucks de la calle Pelayo tomándome un Moka café acompañado de una Mufin de chocolate. Mientras, interrumpí mi amargura con la lectura de un artículo sobre la recuperación de tabique nasal de Kate Moss, a expensas de que me abrieran el FNAC de Plaça Cata­lunya, y así, comprarme mi compañero de viaje, un libro de Frederick Beigbeder. Pero me era casi imposible… Mi caramelito, mi ángel protector, mi dulce terremoto, mi sensual gatita en celo… desde luego, nada que ver con Kate Moss… se había ido a la mierda. Y mucho peor aún… había otro andando por los parajes de su deseo, su sensualidad. Vamos, que se estaba follando a otro.

Y, en ese momento, el orgullo me transporta y me dice que yo soy así. Nunca pierdo. Me dejo ganar. Nun­ca me dejan mis novias. Las dejo que me abandonen. Y lloro mientras veo cómo se alejan. Nunca me echan de mis trabajos. Se lo pongo en bandeja para que me liberen. Y luego me siento preso de la libertad. Y es que una derrota sólo es el inicio de una larga victoria. Una derrota me sirve para aprender cómo ganar la siguiente partida. Y mi partida no había hecho más que empezar de nuevo. Hiroshima y Nagasaki tenían que ser recons­truidas en lo más hondo de mi corazón… La pregunta era ¿Cómo?

CAPITULO 04


Production, production…


Me suena el móvil. Un número privado. Silencio la llamada porque no estoy para conversaciones de trabajo. Efectivamente, me dejan un mensaje en el buzón de voz para que les llame. Una agencia de publicidad pretende patrocinar la misa del gallo a base de Caldos de Pollo y hay que producirles las pelis. A las dos horas me vuelven a llamar. Hasta ellas notan que estoy mal. Evidentemen­te les digo que no puedo.


–¿Qué te pasa Nicos?
–Necesito irme de vacaciones y airearme un par de semanas. Cuando vuelva os llamo.
–No te preocupes por nosotras. Cuídate mucho.
–Ciao.
–Adeu.
Al rato me llama Oriol. El jefe de producción de la última película en la que trabajé. Se titulaba Salvador y tenía un presupuesto inicial de algo más de cinco millo­nes de euros, finalmente costó siete. La película de épo­ca con más presupuesto de la historia del cine español, o eso llegué a oír. Y la rodamos aquí, en Barcelona. La ciudad más complicada para rodar. Fue todo un reto del que no hice más que aprender.
–Dime Uri –con voz derrotada.
–¿Te pillo durmiendo?
–No, estoy haciendo la maleta –sigue mi voz derro­tada.
–Aaaaah… Al final te vas… muy bien, campeón… Pero… ¿estás bien?
–Más o menos… dime.
Oriol me llamaba por un tema pendiente sobre la factura de un proveedor. Le pasé toda la información ne­cesaria para que resolviera el entuerto y nos despedimos.
–Tío… que tengas suerte por Egipto…
–Eso espero…
–Venga… ánimo… que tú sí que vales, fiera… ya me gustaría ver a más de uno irse así como tú te vas.


–Merci… Uri… Te llamo para hacer la cerveza que tenemos pendiente en cuanto vuelva…
–Venga, un abrazo.
–Ciao.
Es definitivo, después de comprarme el último libro de Frederick Beigbeder “Windows on the World” y consta­tar el «in cresccendo» de mi angustia, me voy a Egipto. Las producciones pueden esperar. Mi vida y mi paz interior no.






CAPITULO 05


Psicosis

Pasado el control y facturada la maleta rumbo El Cairo me dispongo a sentarme e inaugurar mi lectura con Beigbeder en la sala de espera de la puerta de em­barque 55 donde unos veinte pasajeros máximo esperan a que su vuelo esté listo para embarcar. Las butacas son muchas y el espacio se hace bastante solitario. Es de no­che y no hay demasiada actividad en el módulo 5 de la Terminal A del aeropuerto del Prat.
En la fila de butacas de delante un joven árabe vesti­do por un jersey Armani, con unas gafas Dolce Gabanna y repeinado con una sutil gomina parece estar nervioso. Mira hacia su derecha, hacia su izquierda, está inquieto. Mira a todos lados. Me mira a mí. ¿Qué carajos le pasa?, pienso extrañado. Al momento diviso, cuatro butacas más a su derecha, una sospechosa maleta sin un pro­pietario aparente. No pasan ni tres minutos y el árabe Armani, semi avergonzado, se levanta con cierto aire de preocupación y se lo comunica al encargado de la puerta de embarque. Podría haber una bomba en esa maleta.


El encargado, un clásico españolito, bajito, gruñón y orgu­lloso de trabajar en Iberia y que seguramente había con­seguido un puesto más estable tras haberse pasado años y años volando como asistente de vuelo, llama «Ipso Facto» a seguridad y a juzgar por su cara de espanto esta podría ser una de esas situaciones que golpean las elec­ciones generales de un país. Léase un 11-M. Yo bajo la vista y continúo leyendo a mi amigo Frederick, página cinco. El morito pijo se sienta a mi lado buscando cierta complicidad. Me dice: «May be is nothing…» Le con­testo: «We must do it. Don´t worry». Me doy cuenta de que cada vez más la cordialidad me conduce a la mentira piadosa. Desde luego que yo no lo hubiera hecho. ¿Por qué? No lo sé. Tal vez sea porque no soy ni americano ni árabe. Porque no tengo miedo ni de que me ataquen ni de que me acusen de atacar. Porque no es mi guerra. Tampoco mi imperio. Tras unos segundos de divagación me pierdo en la lectura del “Windows on the World”.
Beigbeder es un tío honesto, fugaz y con ciertas in­tenciones similares a las mías. Tiene un aire seudo rebel­de que engancha. Lástima que no sepa salir de sí mismo. Windows on the World es una historia cerrada sin mucha trama que relata el desarrollo de los últimos minutos de vida de algunos atrapados en lo alto de la torre sur del World Trade Center de New York el 11-S. ¿Qué pasó dentro de esa torre a partir de las 8:30 de la mañana del 11-S? Una reconstrucción a través de datos captados por cámaras de seguridad, mensajes telefónicos, testigos ocasionales… Un buen campo para la creatividad. Un tema de escritura ciertamente oportunista, a la par que arriesgado. Veamos qué tal…
Doce páginas más adelante, el encargado de la puer­ta de embarque 55 vuelve a llamar a Seguridad con la preocupación en auge. La maleta sigue ahí y nadie de seguridad aparece. El morito pijo sentado a mi izquierda no puede parar de moverse de su butaca. Lo está pasan­do mal. Los cuatro pasajeros que hay, también sentados, al otro lado de la fila de butacas se percatan de la situación. Sus pupilas se dilatan repentinamente. Si fuera por la caballería de seguridad de este aeropuerto y por los «compatriotas» suicidas del morito armani sentado a mi izquierda, ahora mismo Beigbeder tendría otro libro que escribir. Nuestro morito armani no para de mirar la maleta. En la mano tiene una revista Rolling Stone que tiembla al compás de su pulso hiper nervioso. Se refugia en ella para no pensar en la posible bomba, pero no pue­de dejar de mirarla una y otra vez. Y luego me mira a mí. Y luego al encargado españolito iberia. Que a juzgar por el brillo del sudor de su frente empezaba a estar igual de acojonado que el morito. ¿Y cómo no iba a contagiar‑me de esa psicosis? ¿Cómo puede ser que tarden tanto los de seguridad? ¿A qué coño esperan para llevarse esta puta bomba de aquí? Desde luego yo no quiero acabar mis vacaciones en la puerta de embarque por más que Beigbeder le dé luego por sacar de aquí otro Best Seller. No tengo la más mínima intención de ser fruto creativo de ningún pirado escritor que quiera ganarse el pan a costa de la desgracia ajena. Y algo parecido debían pen­sar los demás pasajeros que empezaban a levantarse in­quietos por la ausencia de medidas al respecto. Justo en este momento, cuando la angustia se está apoderando del personal asistente, va y aparece el sépti­mo de caballería vestido de verde y tricornio. Un guardia civil impoluto y un clásico chuloputas de paisano con aire madrileño, pero no, de Barcelona que es mucho peor. Se dirigen al encargado españolito Iberia. Éste, con la nariz sutilmente alta, les conduce hasta la maleta con cierto aire de preocupación profesional y haciendo gala de su momento de protagonismo. El circo está en mar­cha y su expectación también. El guardia civil y el policía de paisano le siguen en fila india. Se detienen. Miran la maleta. No la tocan. Eso también lo podría haber hecho yo, piensa más de uno. Están tremendamente nerviosos. Se miran los tres. Titubean. El españolito-iberia intenta controlar el castañeo de sus dientes. Al chuloputas le co­rre una gota de sudor por la sien pero aun y así toma la iniciativa. Alza la mano dispuesto a examinar la maleta ante la atenta mirada de los pasajeros. Otra gota de su­dor se deja caer por su mentón. Parece que intuye que la bomba va a explotar en cuanto le ponga la mano encima a la maleta. Ya, tan sólo, cinco segundos de terror corren por mis venas. Cuatro. Los pasajeros murmuran lleva­dos por un pánico encubierto. Tres. El morito armani se agarra bien al apoyabrazos de su butaca como si estuvie­ra dentro de un avión cayendo en picado. Dos… Palidez colectiva, sudores fríos, palpitaciones incontroladas… Todo se percibe. Uno… ¡Dios santo…! ¡Oh my God…! ¡Inchallah…! Por Dios, que no toque esa puta maleta. ¡No quiero morir aquí! … ¡BOMB!... o casi.


Finalmente, apareció de la nada un árabe, que por lo ancho de su barriga tendría unos cuarenta, con la boca manchada de mahonesa y con un sándwich en la mano, haciendo aspavientos y riéndose de la situación. Era un barrigón árabe, calvo, que había dejado, abandonada, su maleta en el primer sitio que había encontrado y se había ido a saciar su hambre, y su jodida y alegre gor­dura, al vending del módulo cinco, sin preocupación alguna. Y venía sonriendo ante la estrepitosa cólera vespertina del españolito Iberia que de los gritos casi le deja me­nos pelo del que tenía. La policía se secaba el sudor. Los asistentes estupefactos retomaban sus asientos. El mori­to armani me decía admitiéndolo: «Is nothing…». Pues sí, jodídamente «Is nothing», pensaba mientras peinaba mi perilla a lo Bin Laden europeo. Jodidamente «is no­thing…» ¡Coño!


¡Hostia! ¡Que explote la maleta, joder! Llegados a este punto que explote. Claro que sí. Tanto para nada, no. ¡Ahora tiene que explotar! Quiero que explote. Todos nuestros cuerpos descuartizados tienen que salir volando por los aires. Nuestros brazos, nues­tras piernas, nuestros dedos meñiques, los meniscos de nuestras rodillas, nuestros dientes explotando… nues­tros lóbulos oculares tendrían que salir volando por el cielo hasta caer en la mano de algún taxista que estuviera cobrando al otro lado del aeropuerto. Las gafas Dolce Gabanna ensangrentadas de nuestro morito armani ten­drían que aterrizar en la cara de un bebé recién nacido transportado por su madre al salir de un Boeing 747. El fino bigote del españolito-iberia quedaría incrustado en el muñeco de Ronald McDonalds del aeropuerto, los niños obesos cardíacos en potencia jugarían a ser Ro­nald poniéndose el postizo bigote mientras la madre se alarmaría poniendo el grito en el cielo. Nuestra sangre salpicaría a modo de Miró las paredes de la puerta de embarque. Nuestras vísceras sangrientas se esparcirían por las joyerías del Módulo 5. Y al día siguiente, el olor a putrefacción humana impediría el desarrollo del tra­bajo del equipo forense. Cancelarían todos los vuelos a Shanghai, New York, Kabe Town… Todo el tráfico aéreo internacional suspendido. Seríamos la noticia mundial. La Seguridad española quedaría en entredi­cho, nuevamente. El turismo iría a la baja sobre todo en Barcelona. Aznar, Rajoy y todo el PP se frotarían las manos y al año siguiente nos harían un homenaje con la cantinela del ejército de fondo. Todos los fachas de este país clamarían venganza contra Irak y el PSOE. Ena lloraría mi muerte junto a mi madre y mis hermanos. Me recompondrían tras un meticuloso trabajo propio de un coleccionador de puzzles y me maquillarían para disimular el centenar de reparaciones faciales a las que sería sometido. Adiós a mis vacaciones en Egipto. Adiós a mi casita en Sant Pol de Mar. Adiós a mi orgía mun­dial conmigo como único pene protagonista. Adiós vida cruel, adiós. Todo este trabajo y sufrimiento para acabar así, esparcido como agua bendita por todo el aeropuerto del Prat y todo en nombre de Alá. Gracias. Españolito-iberia, chulito putas tricornudo, morito armani. Gracias a todos vosotros por hacer de mí el sacrificio catalán en la causa binladiana, en la reconquista del Al Andalus, en la absurda yihad eterna. Gracias por enviarme al pa­raíso… por librarme de este mundo tan bonito de le­jos y tan asquerosamente sufrido de cerca. Gracias por darme una nueva vida y librarme de todas mis limita­ciones físicas haciendo de mi cuerpo carnaza de estu­dio científico policial.


Por fin puedo decir que soy libre.

Y al rato la maleta volvía a estar sola. El morito ar­mani leyendo su revista y el españolito-iberia abriendo la puerta de embarque. «Pasajeros del vuelo IB6974 con destino a El Cairo embarquen por la puerta número 55» decía la voz audífona llamándonos a nuestra cita faraó­nica. Finalmente no me frena nada. Me voy a Egipto.

CAPITULO 06


Mi tarrito de miel


Soy un idiota, por intentar olvidarte Ena. Tenía que irme de Barcelona o mis cuatro paredes me hubieran en­gullido durante todo el frío invierno. Sí…. Durante todo el frío invierno…
Lo reconozco, he sido un cobarde. He huido. Pero es que ya nos pasó una vez y dolió mucho. Y lo cierto es que no paro de pensar en ti. No ha pasado un solo día… 7 000 Km de distancia no son suficientes para hacer ol­vidar.
Y qué dura es la incomunicación cuando estás tan le­jos. De repente te asaltan preguntas del tipo: ¿Cómo es­tará? ¿Qué tal le irá el trabajo? ¿No le pasará nada malo? ¿Se acordará de mí? ¿Todavía me quiere…?
Sí. Realmente soy un idiota. Y a ratos un cobarde. Casi estaba pensando en llegar a Barcelona y pedirle a Ena que se casase conmigo. Es que realmente la quiero. La quiero de verdad. Me estimula amor, ternura, cariño, pasión… ¿Y qué hay que hacer con todo eso? ¿Meterlo en una cajita y hasta la próxima? Tal vez pasen años, dé­cadas… O no. Tal vez semanas. O tal vez días… Quién sabe. Lo inteligente sería encontrar la forma de desarro­llar todo lo que Ena despierta en mí y, además, con ella. Pero mucho me temo que ya tengo substituto…
A veces pienso que me hubiera gustado tener un hijo con ella. Soy un cobarde, insisto. Me siento un maldito cobarde. Porque me hubiera gustado tenerlo y no luché por ello. Y esa es nuestra frustración. Ella me culpa a mí por no haber sabido llevar las riendas de nuestro abor­to. Sí, un aborto. Yo nunca le dije que lo quería. Dejé que ella decidiera. Tenía miedo de perderla. Estaba muy muy tensa. Y no me supe anteponer a la situación. No era un momento fácil. Realmente no era el momento de tener un hijo. Pero… ¿cómo saber cuándo es el momen­to? Realmente nunca estaremos del todo preparados. Y siempre podremos dejarlo para mañana. Tenemos veintisiete años cada uno y nuestros padres nos tuvie­ron a los veintitrés. Nuestra generación tiene intención de criar hijos a partir de los treinta. Y la pregunta sería: ¿por qué? ¿Es que acaso nuestros padres no vivieron su juventud criándonos y proyectando su propia carrera personal? ¿Es que tenemos que llevar a cabo nuestra vida con unos parámetros puramente matemáticos cuando realmente somos totalmente irracionales y emocionales? ¿Y por qué pensamos que tener hijos a los treinta nos llevará a ser mejores padres, mejores jóvenes y mejores abuelos si realmente no tenemos una referencia genera­cional clara y, además, treinta no es más que un número que no refleja ni madurez, ni sabiduría, ni juventud, ni nada que justifique dejar de hacer algo, si se siente? La respuesta está en el miedo. Miedo a dar un paso. Miedo a tener que renunciar a ciertos privilegios a cambio de otros. Miedo a sacrificar. Y por eso Ena y yo sacrificamos lo nuestro. Por miedo. A esclavizarnos, a caer en el vacío sin fin, a perder el control, de nuestras vidas y de nuestra juventud, sobre todo. Miedo a morir temprano… y por miedo a morir temprano, morimos antes.


La verdad es que a día de hoy aún me gustaría darle ese regalo. Hacerla feliz. Darle lo que quería. Hacerla madre al fin. Pero por ella. No por mí.
Y es que echo en falta descolgar el teléfono y escu­char esa vocecita de niña pequeña diciéndome que me echa de menos, que me quiere… que soy un terrorista sicológico… que por qué soy tan feo… me encanta oírla diciéndomelo. Porque realmente piensa lo contrario. Ella es así. Dice lo contrario de lo que piensa. Y los proble­mas que me ha traído esta mecánica. Es su forma de ser. Ser difícil. Ser bello. Porque lo difícil es bello. Es sínto­ma de inteligencia. Belleza inteligente. Ena es un tarrito de miel bien tratada y reposada no apto para cualquier hocico. Hay que entender su aroma. Su melosía. Su dul­zor. Su tacto… y cómo no, engancha. Sobre todo al que sabe. Al que saborea. Al que disfruta con ella. Al que la trata.
Quiero volver solo para verte esa carita blanca deco­rada por tu lánguido flequillo rubio y por la comisura de tus labios cerrados, porque estás enfadada. Y cuando te enfadas cierras los labios, y miras de reojo. Hasta que te pido un beso. Y entonces te enfadas más todavía. Y yo me río. Me río porque te quiero. Y porque sé que tú también sientes lo mismo pero enfadada. Dime, entonces, si realmente soy un idiota. Quiero oirlo… dímelo. «¡Eres un idiota!» Y yo me reiré y te abra­zaré forzosamente porque simulas no quererme. Porque no puedes disimular que me quieres. Igual que yo.

CAPITULO 07


Ahmed silver´s teeth

A Ahmed Diente de Plata me lo encontré jugando enérgicamente al dominó en el bar social de la mezquita de Safaga. Un pueblecito tranquilo perdido en la costa del Mar Rojo sin más atractivo que una carretera mal construida, un puerto comercial que embarca hacia Ara­bia Saudí y una abominable mina de fosfato que invade tres cuartas partes del pueblo, y en el cual me dejé caer en busca de mi tan valiosa paz interior. Paz cubierta de polvo de fosfato, igual que todo el pueblo de Safaga. Lo cierto es que en aquella mezquita servían una limonada buenísima y además se podía fumar la mejor shisha del pueblo. A Ahmed Diente de Plata no le iba nada bien la partida de dominó y andaba algo cabreado. Me vio entrar un poco desubicado y se percató de mi presen­cia por algo que más tarde entendí. Sólo un ciego hu­biera podido no verme con mis pantalones tailandeses naranjas y mi pinta de italiano en ibiza que vislumbraba cualquiera en ese contexto casi en blanco y negro. Diga­mos que los árabes no suelen vestir con ropa demasiado llamativa sino todo lo contrario. Procuran no ostentar lujuria. O eso dicen…
Ahmed Diente de Plata apartó la vista de la mesa y fijó su mirada en mí. Me examinó. Por dentro y por fuera. Entró en lo más hondo de mí para conocer mi esencia. Para entender mi pasado. Voló hasta penetrar en lo más profundo de mis entrañas para jugar un mano a mano con mi alma desorientada. A tutearla. A enten­derla. Sentirla. Apasionarla. Seducirla…


Dejó la parti­da, muy a desdén de los demás jugadores pues aún no habían acabado, y se acercó a mí sin poder ocultar cierta aureola mágica.
–Hey… brother… What are you doing here?
–I´m looking for somewhere to drink something and find people… interesting people.
–Yes… big question here… isn´t really easy.
No me costó entender por qué. Ciertamente Safaga era un pueblucho que no tenía mucho que contar al ex­tranjero más que sus corales y sus tres playas privadas. La juerga nocturna aquí no estaba muy desarrollada. Ahmed Diente de Plata me invitó a tomar una cerve­za en la terraza de un café árabe de una amiga donde daban de fumar cantidad suculenta y variada de shisha. Fue llegar allí y sentirnos como en casa. La camarera era una lujuria egipcia que no paraba de golpear en la men­te de Ahmed Diente de Plata. Llevaba una falda roja a juego con su carmín imperfecto y el clavel que adornaba su perfilada oreja. Ahmed estaba sacando sus dotes más cautivadoras y pretendía seducirla, acorralarla, atraparla, asfixiarla, todo sin moverse de su asiento. La mirada de Ahmed Diente de Plata era especial, igual que su sinuo­sa sonrisa. En sí, Ahmed tenía algo mágico. Desprendía una luminosidad diferente del resto y gastaba un carisma especial. Se mostraba como un buen anfitrión. Casi me protegía. Obligaba al resto a seguir ese clima de buena voluntad. Me sonreía como le sonríe un tío a su sobrino lejano. Entre calada y calada de las diferentes cachimbas se movía el tintineo rojizo de la falda de la camarera y Ahmed no perdía conciencia de ella. Ahmed era el cen­tro del universo en su grupo de amigos. Realmente era el que tenía más clase. Y dominaba la alegría y el mando de los suyos. Se enfadaba enérgicamente cuando perdía cualquier tipo de partida, ya fuera de dominó o de sus menesteres personales. Aquel día lo primero que hizo cuando me conoció fue enviarme este sms:
If you found yourself
In a dark room…?!
Walls around you
Are red!
And blood comes
From everywhere!
Don´t be scared!
You are in my heart.
El árabe es un tipo que nace siendo poeta y Ahmed Diente de Plata hacía gala de ello. Eran numerosas las familias que estaban en disputa por casar a alguna de sus hijas con Ahmed. Se le notaba que le gustaba ser un ganador. Tenía ese egocentrismo que le hacía caracterís­tico, ese punto esnob, a su estilo, que le diferenciaba del resto. Nadie llevaba una camisa como la suya en Safaga. Y se fijaba en los detalles del vestir de los demás. Era de los pocos que lucía algo de vestimenta. Siempre invita­ba él a todo. Tabaco, bebida, taxis… Generaba energía positiva a su alrededor con su generosidad. Desprendía alma. Por fuera y por dentro. Investigaba y dejaba ir su intuición, casi nunca fallaba.


En medio de toda aquella aureola, la camarera se acercó con una sonrisa poderosa y le dejó en la mesa el clavel que llevaba en la oreja, mirándole fijamente a los ojos, Ahmed levantó su mirada mientras la cama­rera daba media vuelta dejando tras de sí un reguero ondulante rojo pasión que Ahmed Diente de Plata no podía dejar de mirar. Parecía hipnotizado, llevado por una fuerza mayor. El de esa falda roja que no dejaba de moverse de un lado a otro por la terraza del bar. Ante las risas de sus amigos, Ahmed cogió el clavel y se diri­gió hacia su doncella. Pero antes me dijo: «Tomorrow is a party. A friends will get married. You must come…». Lo último que turbiamente recuerdo, entre el mareo que me producía aquella fumada a base de cachimbas, era a Ahmed hablando en la barra con aquella joya del Mar Rojo. Al día siguiente me levanté con cierta resaca a sa­biendas que tenía una cita.

CAPITULO 08


Arabian party

Había quedado con Ahmed y sus amigos en la mez­quita. Y efectivamente, allí estaban. No sabía por qué pero en todo el día no paraban de sonar los cánticos de plegaria en los altavoces de las mezquitas. Nos metimos en el coche un total de diez personas. Casi un chiste. Estos chicos tenían muchas ganas de divertirse y es que en el fondo los egipcios son gente muy alegre. Al salir de la carretera entramos en un camino polvoriento su­per transitado por bicicletas trasportando material do­méstico, niños corriendo, algún que otro coche, gallinas desorientadas. A medida que avanzábamos nos encon­trábamos con barriadas de casas sin terminar pero habi­tadas y montañas de escombros poblando el barrio hacia donde íbamos. Había anochecido ya. Durante el trayec­to Ahmed Diente de Plata me contaba que ese jueves después del ramadán era el día en que por costumbre la mayoría de parejas se casaban, había fiesta en muchas casas. Ahmed no había trabajado ese día. Se buscaba la vida llevando turistas hacia Hurgada, el pueblo vecino, que era mucho más turístico y, por lo visto y oído, el que más mafia movía. El coche de Ahmed era el más nuevo de todo el pueblo. Aquel día se lo había dejado a la pa­rejita de recién casados. Un Toyota de color negro que le costó nada menos que 9 000 $ USA. Algo no encaja­ba…
Finalmente llegamos a la fiesta. Se oía la música am­bientando toda una escena de lo más kitsch. Qué lejos quedaba aquello de mi concepto Boda del Monzón diri­gida por Mira Nair, claro que aquello era Bollywood y no Safaga. Nos metimos en un callejón polvoriento sin asfalto entre dos bloques de pisos con la fachada sin re­bozar de donde provenía la música. Un escenario forma­do por una estructura de madera cubierto por un tumul­to de alfombras, una encima de la otra, sin ningún tipo de orden estético y con un gran telón rancio de fondo que cerraba el polvoriento callejón por el que entramos. Cabe decir que aquellos ruinosos bloques de pisos no sé por qué me recordaban al capítulo de Asterix y Obe­lix en su encuentro con Cleopatra. Aquel en que tenían que rescatar a Numerobis, el desastroso arquitecto egip­cio que parecía haber hecho escuela a lo largo de todo Egipto ya que las construcciones aquí tenían ese talante cochambroso y destinado a la ruina. Frente aquel esce­nario había un centenar de sillas rojas de un terciopelo añejo, alguna agujereada, y de una estructura de metal negro algo oxidado. Realmente cutre. Como equipo de música dos etapas de potencia de unos 500 W cada una a pie de escenario gobernadas por un abuelo de turbante con más años que la tumba de Ramsés II. No sé por qué extraña razón en Egipto el concepto de ecualización de sonido es el de poner todos los volúmenes, agudos, medios, graves y reverb al máximo. Casi inteligible. Casi un trauma para los tímpanos de cualquier europeo. La música la tiraba un jovencito que había montado su PC al lado y así ejercía de Dj.
En el escenario la novia vestida de blanco cual boda occidental. Mismo peinado, mismo maquillaje, mismo vestuario… mirándole a los ojos uno se daba cuenta de que aquella novia estaba intentando asimilar el nuevo rumbo que le habían adjudicado a su vida. Casada y ca­zada. Por él, por todos. A su izquierda, él, trece años ma­yor, el afortunado. Sonriente. Feliz. Repeinadísimo con brillantina. Había conseguido, al fin, lo que en sus treinta y tantos años no había sido capaz. Este pobrecito había tenido que demostrar que podía hacerse cargo de la mu­jer y los futuros hijos, todo esto al que más tarde sería su suegro. Este novio, seguramente, padecía una crisis de los treinta pero en versión árabe. Si no tienes trabajo no tienes dinero. Si no tienes dinero no tienes mujer. Así funcionan. Y no podían faltar los niños. Todos los chi­quillos del barrio rodeando a los recién casados. Es un mensaje obvio. Casaos. Tened hijos y sed felices. Hijos para alegrar a esa pobre muchacha sobrecogida por el evento. Hijos porque cuantos más hijos se tienen, más poderoso se es y más viril. Hijos porque son el futuro aunque este sea más negro que el hambre que pasan mu­chos en Egipto. Aquí nace un bebé cada 25 segundos, 4 cada minuto, 240 cada hora, 5 760 cada día, 2 073 600 cada año… Pero no todos viven. Esa es la realidad.
Después de una veintena de canciones, con el nivel de agudos a punto para hacer estallar todos los tímpa­nos de la barriada, bailando mano a mano con Ahmed y los suyos, decidimos ir a cenar algo. Perfecto pretexto para quitarme esa sensación de estar como un pulpo en un garage. Era el único turista y, además, bailando una música que no había oído en mi vida y mi arritmia ya llegaba a niveles demasiado altos. Nada que ver con mi club, el Café Royal.
Entramos en una casa regentada por todos los pa­triarcas de la comunidad. Todos con turbante y chila­ba, algunos con bigote, algunos con barba. Entramos haciendo una reverencia y nos sentamos alrededor de una gran mesa de madera rancia. A mi izquierda había comiendo un chico de unos diecisiete con chilaba que no me quitó ojo desde que me senté. Los amigos de Ahmed seguían su juerga pero con moderación. Nos sirvieron ciertos potajes, algo de cuscús, pan casero… comíamos tranquilamente. Intentaba adaptarme a sus costumbres.
Les imitaba en sus gestos. Los árabes comen con las manos y se dan la comida unos a otros como signo de generosidad. La música se oía de fondo. Y el morito de mi izquierda no me paraba de mirar y con mala cara. Lo cual, pasado un rato, ya me empezaba a mosquear. Los chicos se reían y bromeaban conmigo. Eran chicos de pueblo. Buenos chicos. Y para ellos era novedoso te­ner un turista haciendo el árabe. Ahmed se reía con ellos pero no le quitaba ojo al morito de mi izquierda. Deduje que a este no le parecía bien que quebrantara el hogar de Alá y de su propia familia. Yo no era musulmán y no tenía mucho que ver con todos ellos. Pero a mí me habían invitado y evidentemente no me iba a marchar. En una de esas, me dio por coger un buen trozo de pan para mojar aquel estofado tan rico. Error garrafal que más tarde entendí. Allí se come de poquito en poquito y de forma humilde. Es de mala educación zampar con gula como si de una hamburguesa doble con queso se tratara. El morito se alzó de su silla. Cogió el cuchillo que tenía más cerca y lo clavó en la mesa justo al lado de mi mano mientras me decía chillando en árabe algo así como, me cago en tu puta madre en nombre de Alá. Me quedé blanco y le miré fijamente a los ojos mientras seguía con su verborrea arábiga. Acto seguido me soltó dos puñetazos que me tiraron de la silla. Los chicos se quedaron perplejos ante la locura de aquel niño. Aunque cabe decir que estaba en su propia casa eso no le daba derecho a soltarme dos puñetazos gratuitamente. Los padres de familia, los mayores, los que usaban turbante, los que en teoría dominaban el respeto de la noche, ante el revuelo se acercaron a la sala. Pero me había partido la ceja y eso no iba a quedarse así. Me levanté del suelo. Lo agarré de la chilaba. Nos zarandeamos rompiendo unas estanterías polvorientas que había en una de las paredes del salón. Le solté dos directos a la nariz y un tercero en la mandíbula. Cayó al suelo. De repente la sangre le empezaba a brotar por la nariz. Lo agarré contra el suelo y puñetazo a puñetazo le solté toda mi rabia. Estoy se­guro que a más de uno le recordaría el día de la matanza del cordero. Ahmed intentaba separarme ardientemente a sabiendas del embrollo en el que nos estábamos me­tiendo y yo no cesaba en mi descarga de ira. Los chicos intentaban tranquilizar a todo ese manojo de señores de la guerra con turbante. Pero ya era tarde. El chico estaba inconsciente en el suelo. Mis puños ensangrentados y mi ceja partida. Y la música seguía a todo trapo, no paraba.
A la salida los patriarcas de aquel rincón quisieron aplicarme la «sharia». Por momentos me vi enterrado de los pies hasta el cuello de forma vertical y con un pañue­lo en mi cabeza lapidada a modus saudita. Tuvimos que escapar de aquella marabunta de cuchillos caseros, de aquella lluvia de piedras, de aquel griterío. De no ser por Ahmed Diente de Plata y sus chicos no hubiéramos sa­lido ilesos de esa. Nos subimos al coche y Ahmed apretó gas a fondo escapando a quemarropa ante la impotencia del padre de aquel morito osado que veía cómo le habían machacado a su primogénito en su propia casa el día de la boda de su hija.
Nos acercamos con el coche pausadamente a la mez­quita. Un chico que reconoció el coche de Ahmed se acercó y comentó que habían dado la voz. Que nos esta­ban buscando. Ahmed Diente de Plata me miró y me dijo, te tengo que dejar, será mejor que te vayas de Safaga. Me explicó dónde ir, cómo y cuándo. Aquella misma noche desalojé la habitación de mi hotel «ipso facto». De nuevo, huía. Good Bye… my friend Ahmed, le dije. Nos dimos un abrazo y nos despedimos mientras el brillo de su sonrisa plateada se alejaba tras la ventanilla de aquel Toyota ne­gro de origen incierto.