Este es el blog de la novela "WHY DO YOU BOMB, BABY?" escrita desde los suburbios del Raval barcelonés, donde se narran historias de amor, desamor, casi-amor con un estilo fresco, ágil, cinematográfico. Un Universo trepidante que dibuja el movimiento Cool del Brooklyn neoyorkino, cruza por el Fashionerismo-Hippy barcelonés hasta llegar a las entrañas de la explotación hotelera en Egipto y todos los submundos que le rodean: Religión, Mafia y finalmente Vida.

sábado, 14 de agosto de 2010

CAPITULO 01

Why do you bomb, baby?

Inicio esta aventura sentado en el asiento 14A del avión A–320 en el vuelo IB 6974 de Barcelona con destino El Cairo (303,57 €) operado por Iberia los mar­tes de cada semana a las 20:25 h. Sí, me voy a Egipto, el 8 de noviembre de 2005. Casi se podría decir que huyo a Egipto. Huyo a otra tierra. A la tierra de los faraones. Sí, realmente huyo.

Necesito abandonar este cancerígeno raval «Made in Barcelona» sumido en su constante degradación especu­lativa y ciego de la realidad verdadera, que me envuelve desde hace casi cuatro años. A veces echo de menos los viejos tiempos. Echo de menos aquellos «Bar Pepe» o «Bar Manolo» en los que al entrar te anegaba una hu­mareda de Ducados negro, con la emoción local puesta en las intensas partidas de cartas o de dominó mientras en la calle se oía a una puta de cuarenta y tantos años chillándole a un yonki, y en ese impás, aprovechaba el camarero, Pepe, Manolo o incluso Mohammed, según el bar, para decirles, con voz carajillera y tono de reproche, a esos puretas recién salidos de la cárcel, que llevaban de­masiado tiempo sin consumir, que como mínimo tenían que tomarse un quinto y que el cortado ya no estaba de oferta. Aquello era el Barrio Chino.

A día de hoy, el Raval mantiene los mismos bares pero con lámparas de colores, alfombras de anticuario barato y sofás recogidos de la calle. En lugar de carajillos de ron a veinte duros sirven caipirinhas a ocho euros. Y ya no se ven abuelos tatuados con su clásico «Amor de Madre», sino pandillas de «erasmus» infectados de acné y lo que sería un sucedáneo de «hippie–fashion–ravale­ros–artistoides». Ya no se juega a cartas, ni al dominó. Se juega a ser cultural, mestizo, social, moderno, inter­nacional... Una cosa sí que hemos ganado, ha proliferado el flujo de mujeres bonitas, de preciosidades exquisitas, de frágiles jovencitas dispuestas a cabalgar encima de un apuesto ravalero al finalizar la noche a cambio de un sus­tancial éxtasis orgásmico, bañado por un par de mojitos suculentos y medio gramo de cocaína, calidad media, tal vez barata. Y, además, hay una marcha nocturna que no tiene nada que envidiar a muchas capitales de Europa, es decir, todo lo contrario, damos ejemplo de cómo debe ser empleada la nocturnidad cosmopolita, si no vengan, vean y comparen. Seguramente más de un madrileño no debe estar de acuerdo con esto. Natural. Aunque eso no quita que de vez en cuando uno tenga ciertos brotes de nostalgia. Nostalgia ravalera.


En Barcelona, el Barrio Chino se convirtió en el Raval, toda una suculenta acción de márketing inmobi­liario, y echaron a todas esas familias andaluzas de sus viejos y ruinosos pisos para construir la tan famosa y alabada Rambla del Raval de Barcelona. Aquí se ubican mis aposentos a día de hoy, en la Rambla de «Ravalis­tán». Rodeado de miles de pakistaníes, de sus locuto­rios, shawarmas, peluquerías, tiendas de telefonía mó­vil… Estudiantes del norte de Europa y algún que otro resquicio del antiguo Barrio Chino. Eso sí, andaluces, moros, putas y yonkis siguen sin faltar dándole ese to­que variopinto y semiamargo dentro de tanta corrien­te fashionera. Y aquí vivo desde hace casi 22 años. Qué suerte, me dicen los más ignorantes. La arenilla que me encuentro cada mañana en la pica de la cocina es causa de la putrefacta viga que decora mi techo con sus tonos marrones, negros, gris y verde moho. Qué suerte, pien­so. El suelo es de una baldosa roja, vieja, muy vieja, y condimentada con ciertos pegotes de cemento que cu­bren algunas partes de este suelo, fruto seguramente de alguna obra anterior en otra viga, como si del mural de un niño de seis años se tratara. Casi se podría entender como una obra de arte en potencia en la que se mezclan pintura expresionista con escultura naïf, lástima que no consigan hacerme olvidar que vivo entre vigas podridas. Menuda suerte… Y es que el raval estuvo durante más de un siglo olvidado de la mano de Dios y justo ahora les ha dado por intentar renovar todo un enjambre de pi­sos cochambrosos y erosionados por más de doscientos años de antigüedad. Pisos que hace cuatro años valían nueve mil euros ahora valen cerca de los doscientos mil. Cada vez que alguien me recuerda mi suerte al vivir aquí lo colgaría de los cojones desde la grúa de construcción-especulación más alta del Raval para que todo el mundo viera el desmembramiento que nos están haciendo. Le invitaría a vivir en una, nuestra, burbuja inmobiliaria por el resto de sus días. El piso, a día de hoy, se me hace frío. Tiene los muebles puestos y nada más. Me lo han prestado hasta abril a cambio de ochocientos euros y una dosis de confianza. Luego Alá nos dirá… Es lo que tiene vivir en Ravalistán.

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